En la década de los sesenta, sin duda, ocurrió algo especial. Lo pienso ahora al mirar hacia atrás, y también lo creía entonces, cuando estaba inmerso en aquel torbellino. Que aquella época fue excepcional. Pero si la conversación deriva hacia la cuestión de si aquella década excepcional nos contagió con su fulgor a nosotros -es decir, a nuestra generación-, entonces, personalmente, no puedo evitar inclinar la cabeza en un gesto dubitativo. No puedo evitar balbucir una respuesta. ¿No nos limitamos, tal vez, a pasar por delante de todo aquello que era tan excepcional? ¿No nos limitamos, tal vez, de la misma manera que si se tratara de una película emocionante, a verla y vivirla con intensidad, sintiendo húmedas de sudor las palmas de las manos, para luego, una vez que se encendieron las luces del cine, salir a la calle apenas poseídos por una inofensiva exaltación? ¿No nos olvidamos, tal vez, por una u otra razón, de extraer de todo aquello una lección realmente valiosa?
Lo ignoro. Todo ello guarda conmigo una relación demasiado estrecha como para poder dar una respuesta precisa y justa.
Quiero aclarar una sola cosa: no es que me enorgullezca de los años que me vieron crecer. Sólo hablo concisamente de los hechos como tales. Sí, he dicho que aquella época fue excepcional. Sin embargo, si tomáramos una a una todas las cosas que se produjeron en aquellos años y las analizásemos, nos daríamos cuenta de que, en sí mismas, no fueron tan extraordinarias. Sólo el entusiasmo producto del cambio de época, las grandiosas promesas, un esplendor circunscrito a un determinado espacio donde confluyó un determinado estado de cosas en un momento determinado. Y, en cualquier caso, había una impaciencia fatal como la que se siente cuando se mira por el extremo opuesto al ocular de un telescopio. El heroísmo y la villanía, la embriaguez y el desengaño, el martirio y el arribismo, la generalización y la concreción, el silencio y la elocuencia, y también una manera de matar el tiempo sumamente aburrida, etcétera, etcétera... En cualquier época se ha dado todo esto, también se da ahora. Y quizá también se dé en el futuro. Pero en la época en que nos tocó vivir (permitidme esta expresión un poco grandilocuente) todo esto aparecía teñido de brillantes colores y siempre tenías la sensación de que, de un momento a otro, podrías tomarlo entre las manos. Estaba literalmente puesto en una estantería y se mostraba ante nuestros ojos de una manera clara y abierta.
No era como hoy, que cuando agarras algo te encuentras de rebote entre las manos una serie de cosas fastidiosas y complicadas: anuncios ocultos, octavillas con descuentos sospechosos, tarjetas de cupones de compra que no te atreves a tirar, opciones de compra semiobligatorias. Tampoco te plantaban delante tres manuales de instrucciones casi imposibles de descifrar. Es en este sentido que he dicho "de una manera clara y abierta". Y nosotros nos limitábamos a coger esa cosa y a llevárnosla directo a casa. Como si comprásemos un pollito en un puesto nocturno. Las cosas eran terriblemente sencillas y directas. Las causas y las consecuencias se daban la mano con franqueza, la teoría y la realidad se abrazaban como si fuera lo más natural del mundo. Posiblemente, aquélla fue la última época en que ocurrió una cosa parecida.
"Prehistoria de un estadio avanzado del capitalismo." Así es como yo denomino aquella época.
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